Francisco Sánchez Montoya http://www.edicioneslibrosdeceuta.es/
Al final del diario existe un listado completísimo con la relación de los cubanos que estuvieron en el penal ceutí, con la fecha de llegada y a la provincia cubana que pertenecía. Dejemos que sus últimos escritos nos narre sus horas en Ceuta, antes de la partida hacia Cuba: “… Llegó por fin el día 28 de octubre de 1898, día venturoso en que tuvo fin nuestra tenebrosa noche de sufrimientos y alumbró el radiante sol de nuestra libertad. Al salir al patio por la mañana, sentimos en nuestros corazones una alegría infinita, porque estábamos en la hora de nuestra libertad y teníamos a la vista el final de nuestra vida de amargura. Nuestros ojos no contemplarían más aquellos muros que por espacio de más de dos años habían sido cómplices de nuestros verdugos”.
“Las tinieblas de aquella espantosa noche penal, se disiparían dentro de unos instantes, batidas por las alas de la diosa Libertad, que en raudo vuelo salvaba las distancias infinitas, para romper nuestras cadenas y poner en nuestras frentes la corona del triunfo. Aquel recuento era el último a que asistiríamos, con los brazos cruzados, la cabeza descubierta y mirando al suelo. Nuestros oídos no oirían más aquel bullicio de infierno de las galeras, y la corneta no lanzaría más para nosotros sus tristes notas. Los ojos de los criminales no nos dirigirían más su espantable luz. El contratista del rancho no seguiría enriqueciéndose a nuestras expensas, ni la borriquilla del Ayudante te comería nuestras raciones. Los barberos no desollarían más nuestros esqueléticos rostros, y en los calabozos y blancas notarían nuestra ausencia. El herramentero no tendría más pies cubanos que herir con sus cadenas, y la lóbrega noche no pondría más miedo en nuestras almas”.
“Los vergajos de los Ayudantes, y capataces y los garrotes de los cabos y volantes, no flagelarían más nuestras espalda. Estos no podrían dirigirnos más blasfemias y aquella espantosa hoguera de vicio no podría lanzarnos más sus chispas. El helado cierzo no cortaría más nuestros rostros y los guijarros del camino no ensangrentarían más nuestros pies descalzos. Los ronquidos de los criminales en su en sueño, ya no pondrían espanto en nuestras almas, y los alertas de los centinelas no repercutiría más lóbregamente en nuestros corazones. ¡Libertad! ¡Palabra mágica, por la que las madres cubanas habían consentido en el sacrificio de los mejores de sus hijos!… ¡Tu llenaste nuestro corazones de esperanza, terminaste los sufrimientos de nuestra triste vida de presidiarios, y depositaste en nuestros pechos, a manera de efluvio sublime y grandioso, el sentimiento de olvido y perdón para nuestros enemigos!”.
“El voceador nos llamó a formación y su voz nos pareció dulce y armoniosa, cual si hubiese sido entonada por un ángel. El ayudante, un capataz y el escribiente mayor, formaban la comisión encargada de recontarnos y entregarnos por la lista las hojas de licenciamiento. El escribiente principió su tarea, y al nombrarnos pasábamos para otro lado del patio, irradiando contento y alegría. Cuando el escribiente pronuncio la “y” de terminación antes del último nombre, un compañero cayó al suelo presa de terrible síncope. Los jefes y algunos compañeros acudimos a levantarlo, y cuando volvió en sí pronuncio las siguientes palabras, llenas de angustia: ¡Yo no he hecho nada! ¿Por qué no salgo en libertad? El escribiente repasó la lista y notó que no lo había nombrado. La libertad era su vida y negársela hubiera sido matarlo”.
“El momento de la despedida fue bastante conmovedor, los presidiario cubanos de causa común, apretaron nuestras manos con efusión, y en sus rostros se notaba la intensa alegría que les causaba nuestra libertad. Muchos nos suplicaban con lágrimas en los ojos que no olvidáramos su miserable existencia, y nos interesáramos por ellos cuando se estableciera el Gobierno cubano. Algunos nos entregaron cartas para sus familiares, que eran mensajes de felicitación por la libertad. Muchos forzados españoles gozaron intensamente al despedirse de nosotros, haciéndonos exposición ingenua de su alegría. Rompimos la marcha custodiados por un capataz y varios cabos, y agitamos nuestros pañuelos por sobre nuestras cabezas mientras estuvimos a la vista de las galera. La más intensa alegría nos embargaba y nuestros ojos derramaban lágrimas de emoción.
Al pasar frente al cuerpo de guardia notamos que los soldados de la guarnición del Hacho, nos saludaban con sus pañuelos blancos, demostrando así la alegría que les producía nuestra libertad. También ellos estaban presos, obligados a vivir en aquel castillo maldito, bajo la más severa disciplina militar, con tres centavitos de paga al día, la mitad justa de la que habíamos disfrutado nosotros, a pesar de nuestra condición de presidiario. Si, aquellos esclavos de la leyes militares, cuya condición se diferenciaba en poco de la de los presidiarios a quienes custodiaban, se alegraban también de nuestra libertad”.
El 14 de noviembre de 1898 llegan a Cuba
El primero que despertó, salto de la litera y corrió al ventanillo. De su pecho salió un inmenso grito de alegría. Aquel grito fue una exclamación sublime, producida por la fuerza incontrastable del amor patrio. ¡Cuba!… fue la exclamación inmensa que nos movió a todos como potente muelle, precipitándonos contra los ventanillos, ávidos de dirigir nuestras miradas a la tierra idolatrada, por quien tanto habíamos sufrido. Aquella exclamación fue repetida a coro por doscientos sesenta pechos al unísono, inflamados por el más intento patriotismo. Con los ojos anegados en lágrimas distinguíamos allá, en la lejanía, las montañas cubanas del color de su incomparable cielo, destacándose sobre un fondo de limpia blancura. Después del café subimos a cubierta y nos instalamos en nuestro campamento del castillo de proa, donde reanudamos nuestros cánticos patrióticos, demostrando así el júbilo indescriptible que inundaba nuestras almas. Por fin, nos acerca cavamos al grandioso momento de nuestro desembarco en las playas cubanas. Aquellas aguas azules y profundas, que se dejaban hender dulcemente por la proa del barco, eran aguas cubanas y tenían derecho a nuestros amores”.
“Desde el mediodía ya distinguían nuestros ojos, destacándose sobre la uniformidad de la costa, las palmas simbólicas, cuyo recuerdo había permanecido constante en nuestros cerebros. Cuando llegamos a las cercanías del Morro ya el sol se había ocultado y navegábamos alumbrados por la hermosísima claridad de un bello crepúsculo, en cuyo centro se destaca La Habana, formando un delicioso paisaje. Al costado del buque. Como sucede siempre, gran número de “guardaños” en busca de pasajeros. Lentamente descendimos por las escaleras del buque y los ocupamos todos. Los remos hirieron la superficie liquida, y al poco rato atracábamos a los muelles. Los guadañeros pidieron el importe de su trabajo. ¡Vayan a cobrarle al Capitán del isla Panay! Y nos lanzamos ciudad adentro, respirando el aura de la libertad”.
Los cubanos recorren la ciudad por última vez
“Descendimos de nuestro monte Calvario y cruzamos alegremente las calles de la ciudad, la que nos pareció mucho más limpia y moderna que en los días pasados. Fuimos conducidos al Departamento de Talleres, donde comimos nuestro último rancho de presidiarios, a eso de las once de la mañana. Allí se nos reunieron los “ñañigos”, eran veintiún cubanos llevados a Ceuta desde el principio de la guerra, toldado de “ñañigos” y desafecto a España. Desde su llegada a Ceuta vivieron en un calabozo del castillo del Hacho, pero salían diariamente a tirar de los carros, y aunque al principio fueron terriblemente tratados por sus guardianes, después recibieron trato más benigno y todos escaparon con vida. Llenos de intensa alegría, por su libertad, cantaban a coro. Como fácilmente se comprende, con ese canto querían demostrar que no le sabía hecho mella el rigor con que habían sido tratados. Allí vimos a un hermano del tristemente celebre Lolo Benítez, de quien llevaba luto. Serían las tres de la tarde cuando fuimos conducidos al muelle Real, y allí embarcados en varios botes, de los que nos trasbordamos a un pequeño vapor llamado “Reina de los Ángeles”, si no recordamos mal, que nos aguardaba fondeado en la bahía. Formados en cubierta, de dos en dos, fuimos entregados al Capitán del vapor por el capataz que nos conducía, cesando con aquel acto el dominio de las autoridades de la plaza sobre nuestros cuerpos”.
“El vapor levó sus anclas y principiamos a alejarnos. Al obscurecerse doblamos la punta de Tarifa, y poco antes se había perdido en la bruma lejana, el monte Hacho y su consorte el de Sierra Bullones. Poco a poco fuimos perdiendo de vista la costa de África y después la de España, sumergiéndonos en la obscuridad de la imponente noche que nos aprisionaba sobre la superficie de las olas, las que iniciaron un juego horrible con el pequeño buque, que empujado mar afuera por el fuerte viento del norte, luchaba heroicamente para sostener su rumbo. Sin comer ni dormir, pasamos la noche en lucha con las olas, y al amanecer hicimos nuestra entrada en la bahía de Cádiz, donde fuimos trasladados al transatlántico “isla de Panay”, aquel mismo día 29 de octubre nos hicimos a la mar, como a las cuatro de la tarde, rumbo a la tierra de nuestros amores”.
“A los cuatro días de navegación hicimos escala en el puerto de Las Palmas, donde embarcaron carga general y pasajeros. Haciéndonos a la mar a las pocas horas de tomar puerto. Los día 5, 6,y 7 fueron de un tiempo hermosísimo, que nos permitió estar sobre cubierta celebrando nuestra libertad con cánticos y alegres charlas, entreteniendo largamente, alejando de nuestras mentes los sufrimientos pasados y dando cabida a las alegrías del momento, y a los planes que ya se delineaban para lo porvenir”.
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